Releyendo a Ribeyro – La tentación del fracaso [Entrega II: Primer diario parisino (1953-1955)]

Primer diario parisino (1953 – 1955)

1953

3 de agosto

Aquí en París, faltando poco para cumplir los 24 años, he querido reiniciar este diario, después de un año de silencio y de una vida un poco más expansiva y volcada hacia el exterior. No es que quiera girar en semicírculo para volver a encontrarme conmigo mismo, como en el pasado. Quiero tan solo anotar algunas impresiones fugaces que más tarde placería recordar, estimular un poco mi reflexión sobre ciertos tópicos que el pensamiento meramente pensado no alcanza a sistematizar, hacer un poco de ejercicio de estilo y sobre todo reunir material –frases, descripciones, ideas– aprovechables más tarde en mis artículos o creaciones literarias.

Muchas son las experiencias que he tenido antes, en el transcurso y después de mi viaje a Europa. Libros, amigos, ciudades han desfilado delante de mí con su pequeña carga de enseñanzas. Alguna vez estuve tentado de reseñar algunas de esas experiencias, pero el temor de caer nuevamente en el diario íntimo me detuvo. Ahora lo lamento. Momentos preciosos para mí han muerto o yacen confundidos en la maraña de mis recuerdos.

Es extraño y a veces aterrador cómo mis deseos, en este plazo, se han ido realizado. He escrito cuentos que me han valido elogios y galardones, he tenido mujeres que me han querido o se me han entregado, he conocido ciudades que siempre despertaron mi curiosidad. Las soluciones vinieron siempre sorpresivamente y sin embargo diríase que yo las esperaba. Mi propia pasividad, mi constante situación de espera eran como una garantía, como una certeza de que todo habría de llegar.

No soy sin embargo un hombre feliz, lo reconozco. En estos seis o siete días que llevo en París he tenido momentos de depresión comparables a los que sufrí en Madrid en los días más bellos o en el barco ante los paisajes más encantadores. Hay algo que anda mal en mí y que me hace inepto para la felicidad. Mis goces más puros están repartidos entre mis recuerdos y mis proyectos. El presente me fastidia, porque no lo siento. Me fortalece pensar en mis días en Salamanca o en mi próximo viaje a Inglaterra. Pero el momento actual, el segundo en que escribo esta palabra, es para mí un momento anodino que solo el tiempo coloreará o cargará de sentido. Será por ello tal vez que en mis cuentos hay un tono sombrío, que precipita los desenlaces o pide prestada ayuda, a veces, a la exageración.

7 de agosto

Ayer J.A. me invitó a su departamento, situando en Neuilly, cerca del bosque de Boulogne. Una sola pieza, más baño y cocina, pero adornada con tanto gusto que muy bien podría exhibirse como un modelo de decoración. Alfombras, sillones, tapices en las paredes, porcelanas, ceniceros, todo revela minuciosidad de solterón y pasión por la antigüedad cara. Música de Chopin en la radiola, whisky escocés añejo, almendras, aceitunas, queso, cigarrillos ingleses, americanos e hindúes. Después de tanta magnificencia nos pusimos a conversar.

Conversar no es el término apropiado. El habló todo el tiempo; habló de París, de Roma, de Londres, de modas, restaurantes y museos, con la facilidad de un hombre mundano y supercivilizado. Yo observaba la perfecta armonía que había entre su manera de coger el cigarrillo, el nudo de su corbata, las rosas que se deshojaban en un búcaro de cristal, el preludio de Chopin y el rayo crepuscular que atravesando el follaje refulgía en un marco de plata. Todo ello exhalaba un aroma de refinamiento, pulcritud y sensibilidad extremas. Pero también de enrarecimiento, de putrefacción, como si de pronto fuese a surgir, de esa apariencia, lo inmundo.

26 de agosto (2 de la mañana)

Después de dar vueltas en la cama durante más de una hora he tenido que levantarme porque no podía dormir. Pensaba en Lima, en mis amigos, en mis familiares, en mis cuentos. Sobre todo en mis cuentos. He tomado conciencia, solo ahora, de que mi pequeña obra no es del todo despreciable, de que hay tres o cuatro cosas que pueden salvarse y que justifican todos mis esfuerzos.

10 de setiembre

Mi sensibilidad se ha agudizado en París hasta límites enfermizos. No puedo soportar a una persona más de cinco minutos, un resplandor crudo me produce desvanecimiento, una mujer bonita me sacude como un puñetazo, una situación embarazosa me pone al borde del llanto. Parezco un molusco cubierto de pequeños cuernos retráctiles, que se repliegan al contacto del mundo exterior.

Tal vez esto sea el efecto de la propia soledad en que me encuentro, la soledad que se siente en los cafés atestados, las calles populosas o los salones de clase. Estoy rodeado de gente, pero continúo aislado y hermético, cargándome de una energía que no tiene aplicación ni derivativo. Necesidad del amigo o de la novia, como en Madrid. Es cierto que aquí en París tengo amigos que me aprecian, como Morros Moncloa, Michel Grau, Paco Pinilla o Leopoldo Chariarse.

Pero no me entrego a ellos sin reservas. Menos mal que en Londres veré a Perucho. Quince años de una amistad sin mancha. Cada uno guardamos algo del otro, que al encontrarnos recuperamos. La jovialidad, la fantasía, el coraje se acrecientan en mi cuando estoy a su lado. Es increíble cómo la amistad puede adquirir el carácter de un absoluto, como el amor o el arte. ¡Sin embargo, qué superioridad la de la amistad sobre el amor! Es más desinteresada, más generosa e igualmente capaz de aproximarnos a la felicidad.

20 de noviembre

El pintor Eduardo Gutiérrez tiene razón: lo que yo tengo enfermo es la voluntad. Ha observado cómo sistemáticamente voy aplazando las cosas, hasta que una hecatombe cercana me hace despertar. ¿Qué hago en París? ¿Qué espero para ir a La Sorbona? ¿Por qué no recibo clases de francés? ¿Cuándo buscaré un alojamiento que no sea un cuarto de hotel? Todas las noches digo: mañana será. Ha pasado casi un mes y nada ha cambiado. Estoy enfermo, además, y esto me quita fuerzas para la acción. Enfermo de los nervios, del corazón, del estómago o qué sé yo. Y además de la voluntad. Tengo que empezar por creer en la voluntad si quiero sanarme.

2 de diciembre

El tiempo pasa. Hace más de un mes que no escribo nada. Desde «Mar afuera» no he escrito ni concebido un solo cuento. Mis conversaciones con los pintores Alfredo Ruiz Rosas, Emilio Rodríguez Larraín y Carlos Bernasconi me han desorientado un poco. Comienzo a meditar con más seriedad acerca de los problemas sociales. He observado que en mi pequeña biblioteca hay algo de literatura comunista. Emocional y racionalmente me aproximo cada vez más al marxismo. Sin embargo, no quiero comprometer mi obra creadora. Trataré en lo posible de que se mantenga al margen de toda propaganda política. Puedo llegar a la crítica social, a la pintura descarnada y sin complacencia, pero no me siento autorizado para plantear soluciones ni tengo fe suficiente en ellas para aconsejarlas.

1954

12 de febrero

¿Cuándo podré anotar en este diario “he encontrado al fin lo que tanto buscaba”?

1 de abril

La felicidad consiste en la pérdida de la conciencia. Los estados de éxtasis que producen el amor, la religión, el arte, al desligarnos de nuestra propia conciencia reflexiva, nos aproximan a la felicidad absoluta. La conciencia: horrible enfermedad que le ha sobrevenido al género humano. ¿La suprema felicidad la constituye la muerte? Conclusión ilógica. El hombre necesita de la conciencia para darse cuenta de que ha carecido de ella, vale decir para comprender que ha sido feliz. Necesitamos tener conciencia de nuestra felicidad para que esta tenga alguna significación. Pero apenas nos percatamos de nuestra felicidad esta desaparece, pues el solo pensar en ella es como un conjuro que desvanece su presencia. La contradicción es irresoluble. Conciencia y felicidad se excluyen y sin embargo no pueden comprenderse la una sin la otra.

26 de junio

La proposición que me hace Alberto Escobar de publicar una colección de mis cuentos en Losada o en alguna editorial limeña es bastante seductora pero la considero por el momento impracticable. La última relectura que he hecho de mis cuentos ha sido un poco desalentadora. Yo quisiera que mi primer libro fuera invulnerable y no una de las tantas y anodinas publicaciones. Para ello tengo que trabajar con ahínco. Debo liberarme de la vieja retórica, buscar la simplicidad, la expresión directa, combinar la cotidianidad de los temas con el interés de la anécdota, el esquematismo del estilo con el buen gusto literario. De este modo todo lo que he hecho hasta ahora me parece una encarnizada tentativa por acercarme a cierto modelo ideal, un escalón en el cual es necesario impulsarme hasta quebrarlo. Por lo demás aún tengo tiempo. Los treinta años será mi punto de referencia. Si a edad no me encuentro en condiciones de publicar algo duradero, podré reconocer que me he engañado lamentablemente sobre mi vocación y que es tiempo de cambiar de oficio. Mientras tanto esperemos sin perder la esperanza.

10 de agosto

Estoy convencido de que hay un poderoso espíritu que vela por mí y que se encarga de resolver por su cuenta mis problemas. Cuando mi situación en París se hacía insostenible, el mismo patrón del hotel donde vivo me ofreció el puesto de conserje, pues el que desempeñaba este cargo tenía que salir de viaje. Inmediatamente acepté y hoy comenzaron mis labores. Se me ha dado una gran habitación en el primer piso, que me sirve al mismo tiempo de oficina y que me he apresurado a colmar de libros y cuadros. Se me ha fijado asimismo un sueldo de 10.000 francos mensuales. Esto es una miseria si lo comparamos a los 85.000, que recibía por la beca, pero en fin, tengo por lo menos ahora asegurada la habitación y en parte la comida. Mis obligaciones por otra parte son sencillas y en parte heterogéneas. Ser conserje de un pequeño hotel de la rue de la Harpe implica el monopolio de todas las funciones administrativas. Alquilo las habitaciones, cobro el precio de ellas, extiendo certificados de domicilio, confecciono las fichas para la policía, pero aparte de esto debo limpiar diariamente las ocho habitaciones y una vez a la semana lavar las escaleras. De modo que soy gerente y al mismo tiempo camarero. No diré que me encuentro muy feliz, pero como solución provisional –hasta que reciba noticias de Alemania– la considero excelente. Además tengo en las tardes largas horas de ocio que me permiten leer mis libros y escribir algo. Entre mis inquilinos: Jorge Benavides, Morros Moncloa, Blanca Varela.

11 de agosto

Mi primer accidente de trabajo: no pude sacar a tiempo los cubos con desperdicios y el carro de la basura se fue sin recogerlos. La culpa fue del despertador que sonó a las siete y media y no a las seis. Veremos la forma de arreglar esto.

Es curioso que tenga yo ahora que ocuparme de cubos de basura, cuando estoy escribiendo precisamente «Los gallinazos sin plumas». Espero que esto le otorgue a mi cuento un poco más de exactitud psicológica.

27 de agosto

Lucidez inútil. Hago esfuerzos tenaces para no comenzar una novela. Me agoto levantando y derribando objeciones. Todavía es temprano, me digo, no hay que apresurarse. Hace años, sin embargo, que me digo lo mismo. Françoise Sagan, una chica de 18 años, ha escrito una novela maestra. Tengo la certeza de que si tuviera ella 25 años como yo jamás la habría escrito. El tiempo me vuelve cauteloso y estéril. Ya pasó mi edad de la autobiografía. Me seducen los frescos, los vastos cuadros de costumbres. Mis taras culturales son sin embargo gigantescas. La novela es un producto social, no individual. Brota del genio colectivo, de la herencia cultural acumulada durante siglos. Françoise Sagan no hace más que recoger el rédito del vasto capital almacenado por el genio narrativo francés en el curso de su historia. Yo, detrás de mí, solo tengo leyendas, tradiciones y sainetes. Para un sudamericano más fácil es hacer una revolución que escribir una novela.

3 de noviembre

Pienso obstinadamente en C. Recuerdo cada uno de sus gestos, de sus palabras, de sus vestidos. La frecuentación de los libros, del vino, todo me conduce ciegamente a ella. Es en las noches, sobre todo, cuando veo la enorme cama vacía, cuando aparto las sábanas blancas, el momento más doloroso. He pensado regresar a Lima en el próximo barco, recibirme de abogado, trabajar fieramente, ganar dinero, posibilitar mi matrimonio. Esta vida de externos aplazamientos carece de sentido. No creo que mi felicidad resida en el estudio, ni en la formación interior, ni en la creación literaria. Para todo eso tendré tiempo más tarde. El amor y la juventud, en cambio, son fugaces, y debo asirlos desesperadamente antes que se reduzcan a mera invocación.

18 de diciembre

Nada me produce una melancolía más penetrante que la revisión de mis cartas, fotografías y papeles íntimos. Constatar que el paso del tiempo es siempre doloroso. Dentro de quince días hará un año que conocí a C. De todo esto solo quedan papeles y recuerdos, cosas a la postre inútiles. Me pregunto a veces por qué no nos está permitido hacer un alto para girar y penetrar en nuestro pasado.

26 de diciembre

Darle a la vida una orientación más práctica. Todo lo que he hecho desde que salí de Lima no tiene aplicación inmediata. He conocido ciudades, leído libros, observado personas y cosas, pero esto a la postre, ¿para qué sirve? Con todos mis libros, mis experiencias y mis manuscritos, cuando regrese al Perú no podré hacer nada para “ganarme la vida”. La mayoría de mis condiscípulos deben estar ya recibidos de abogados, trabajando en sus bufetes, concentrando sus energías o su talento en grandes pleitos lucrativos. Yo en cambio continúo en mi plan de eterno aprendiz. Mi viaje a Europa me parece que en el fondo fue un acto de cobardía, el expediente de que me valí para aplazar o rehuir toda seria responsabilidad.


La primera entrega de Releyendo a Ribeyro puede encontrarse en este link.


 

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